Tomás Merton, el monje trapense cuya autobiografía “La montaña de los siete círculos”, lo lanzó a la fama, siguió siendo un hombre de contradicciones, incluso después de que entró en el monasterio trapense en 1941: sufrió con su propia vocación mientras predicaba las virtudes de la vida monástica, discutía con sus superiores mientras escribía sobre el valor de la obediencia, deseaba viajar mientras aprovechaba a fondo su encierro monástico, buscaba la compañía de los demás y al mismo tiempo amaba su soledad y proyectaba libro tras libro incluso pensando que escribir lo ponía en tentación de la soberbia.
Precisamente estas contradicciones fueron las que me atrajeron de Merton. Al verlo alguien podría detenerse a pensar, "sí, este hombre de opuestos, este monje orgulloso y fanfarrón, que a veces estaba muy poco dispuesto a escuchar consejos, a veces demasiado ensimismado, a veces rencoroso, también fue un hombre santo. Se dedicó a Dios y a la Iglesia, siendo útil para mucha gente, generoso con su talento, tiempo y oraciones, deseaba la paz de todos los que conoció". Me llena de esperanza que alguien tan humano pudiera ser un santo.
En Merton vemos tanto la santidad como el pecado y yo me pregunto si no será así como nos ve Dios.
La paradoja final de la vida de Merton sucedió en 1968, cuando después de años rompiendo lanzas con sus superiores, finalmente se le dio permiso para dejar el monasterio para realizar un viaje a Asia. En el camino se detuvo en un pueblo llamado Polannaruwa en Sri Lanka. Ahí se detuvo ante unas estatuas inmensas del Buda donde se sintió invadido de un sentimiento de gracia y de alegría como no lo había experimentado jamás. “Mirando estas estatuas” – escribió, “súbitamente sentí que me limpié casi a fuerzas de esa visión medio ciega de las cosas y que una claridad más profunda brotaba de las túnicas mismas para presentárseme evidente y obvia”.
Unas semanas después, el 10 de diciembre de 1968, en una conferencia ecuménica en Bangkok, mientras tomaba un baño para refrescarse del día cálido, se resbaló en la bañera, tocó un ventilador eléctrico y se electrocutó.
Así el devoto monje católico tuvo una experiencia mística frente a una estatua budista en Sri Lanka. El hombre que hizo voto de estabilidad en un monasterio en Kentucky murió en Bangkok a miles de kilómetros de distancia y fue llamado a casa por el Único a quien siguió en medio de tantas contradicciones.
Tomado de: Mi vida con los santos por James Martin, SJ |