Una noche, alrededor de las diez, me encontraba en la biblioteca: una pequeña habitación con paneles de roble decorada con la típica variedad de muebles viejos, usados y feos que caracteriza al “estilo jesuita” (para ser justos, la pequeña biblioteca de Eastern Point ha sido modernizada desde entonces). Investigando entre los estantes descubrí un libro llamado Ingenio y sabiduría de Juan, el Papa bueno.
Publicado en 1964, poco después de la muerte del Papa, el libro tenía las páginas gastadas y amarillentas. A pesar de la advertencia de que no me perdiera entre libros, la tentación de echarle un vistazo fue irresistible. Después de unas pocas páginas, estaba atrapado: ¿quién hubiera dicho que Juan XXIII era tan gracioso? Aunque no todas las historias eran graciosas. Y yo ya conocía la famosa respuesta que le había dado a un periodista que le preguntó inocentemente:
—¿Cuántas personas trabajan en el Vaticano?
—Más o menos la mitad —respondió Su Santidad.
Pero el pasaje que me hizo reír en la casa de retiros (y me hizo objeto de las miradas de personas más silenciosas) fue la historia de la visita del Papa a un hospital de Roma llamado Hospital del Espíritu Santo. Poco después de entrar en el edificio, le presentaron a la hermana que dirigía el hospital.
—Santo Padre —dijo ella—, soy la superiora del Espíritu Santo.
—Es usted muy afortunada —respondió el Papa, encantado—. ¡Yo soy sólo el Vicario de Cristo!
Fue esta historia algo frívola la que me atrajo a Juan XXIII. Qué maravilla poder mantener el sentido del humor, incluso cuando se tiene una posición de semejante autoridad, cuando hubiera sido más fácil que se volviera más distante y autoritario. ¡Qué maravilloso simplemente tener sentido del humor! Creo que es un requisito para la vida cristiana.
Me recordó a una historia que me contó un amigo acerca del padre Arrupe, el anterior superior general de los jesuitas, llamado a menudo “padre general” o, simplemente, “el general”. En cierta occasion el padre general visitó el colegio secundario Xavier, en Nueva York, que desde su fundación patrocinaba un programa de cadetes militares para sus alumnos. Para dicha ocasión, los cadetes del colegio, vestidos con uniforme completo, formaron fila a ambos lados de la calle. Cuando el padre general salió del coche, la formación de cadetes se puso en posición de firmes y saludaron vigorosamente.
Dándose vuelta hacia mi amigo, dijo:
—¡Ahora sí que me siento como un auténtico general!
El papa Juan XXIII tenía el mismo sentido del humor irónico, y ¿quién no quiere a un Papa con sentido del humor? ¿Quién no siente afecto por un hombre que está tan cómodo consigo mismo que hace siempre bromas sobre su altura (era más bien de baja estatura), sus orejas (eran grandes) y su peso (que era considerable)? En una ocasión en la que conoció a un niño pequeño llamado Ángelo, exclamó:
—¡Ése también era mi nombre! —Para añadir luego, en tono de conspiración— ¡Pero luego me hicieron cambiarlo!
Por su sentido del humor, su apertura, su generosidad y su calidez fue muy querido por mucha gente. Juan XXIII, el Papa bueno.
Pero ver a Juan XXIII como una especie de Santa Claus papal es entenderlo sólo parcialmente. Como experimentado diplomático, veterano del diálogo ecuménico y talentoso pastor y obispo, llegó con una enorme experiencia al cargo de Papa….
Poco después de terminar mi largo retiro, decidí que quería saber sobre Ángelo Roncalli algo más que las pocas historias graciosas que había leído en la biblioteca de la casa de retiros. Así leí Diario de un alma y la biografía de Peter Hebblethwaite, Juan XXIII: Papa del siglo, buscando conocerlo mejor.
Con el tiempo me di cuenta de que lo que me atraía de Juan XXIII no era tanto su ingenio, o sus escritos, o su amor por la Iglesia; ni siquiera sus logros. Se trataba de algo más básico: su amor por Dios y por las personas. El amable anciano parecía ser uno de los santos más cariñosos: como hijo, como obispo y como Papa. Juan irradiaba el amor cristiano. No es sorprendente que tanta gente se haya sentido atraída por él.
Tomado de: Mi vida con los santos por James Martin, SJ |
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