Monseñor Jack Egan tenía más de 70 años cuando lo conocí. Tenía fama de ser un hombre tenaz, sin miedo a decir lo que pensaba o de abrazar causas impopulares en asuntos de vida familiar, laboral, racismo en los barrios e instituciones, igualdad de derechos, paz y justicia, y cada asunto social que fuera posible imaginar en el siglo pasado. Uno habría imaginado (y muchos se decepcionaron por ello) que dedicaría los años dorados de su vida a la contemplación. En lugar de eso, Monseñor Egan siguió ganándose enemigos muy poderosos y amigos muy influyentes. La última batalla que libró antes de su muerte (2001) fue en contra de los prestamistas que le prestaban a la gente la cantidad que ganaría en su próximo cheque, atándolas de esta manera a pagos perpetuos que terminaban en servidumbre.
La gente amaba profundamente a Monseñor Egan por muchas razones: su sabiduría, su sentido del buen humor, su valentía y preocupación por los demás. Lo que más me inspiró de él fue su deseo de ser un buen sacerdote. Al igual que la mayoría de los sacerdotes, también él tuvo su propia lucha con el celibato y la obediencia. A pesar de que tuvo momentos de duda a lo largo de estos momentos difíciles, siempre terminó con una fe y un compromiso aun mayores. Su batalla diaria con su propia vocación hizo de él un hombre santo y estoy muy agradecida por su ejemplo de vida.