Hay una historia de Santa Teresa de Ávila en la cual el diablo intenta engañarla apareciéndosele disfrazado de Cristo resucitado. Al principio esto la tomó por sorpresa, pero luego se rió del diablo y le dijo que se largara. Mientras se iba le preguntó: “¿Cómo supiste que no era él?”. “No tienes ninguna herida”, le contestó.
Todos tenemos heridas. Dado que la vida es difícil y somos vulnerables, particularmente mientras estamos jóvenes, crecemos con algún tipo de herida en el cuerpo, la mente o el espíritu. Nuestro impulso natural es proteger el lugar herido colocando ciertas defensas alrededor de él. Pero a diferencia de una costra exterior que se cae con el paso del tiempo, las defensas que utilizamos para proteger nuestras heridas personales se vuelven cada vez más fuertes y atrincheradas. Por ejemplo, si cuando era niño le decían apodos relacionados con su cuerpo, es muy posible que cargue todavía con esa herida en la edad adulta y en consecuencia, afecte su manera de vivir y amar en el presente.
Sin embargo, tenemos un Dios que nos ha enseñado sus propias heridas. Jesús no construyó barreras alrededor de las heridas que le inflingieron. Después que murió y resucitó, abrió sus manos y su costado para revelar sus heridas a quienes creerían en él. En su deseo de sufrir y resucitar a fin de cumplir la voluntad de Dios, sus heridas se hicieron sagradas. Se convirtieron no en un signo de derrota, sino de triunfo. Sus heridas trajeron vida para todos.
Podemos utilizar esta energía para descubrir y poner nuestras propias heridas al servicio del Reino de Dios. Por ejemplo, si algunas personas se burlaron de ti cuando eras niño, ahora puedes utilizar esa energía para hacer que otras personas se sientan a gusto en tu trabajo, en tu vecindario o en tu parroquia. Si nunca te han motivado o reconocido por tus esfuerzos, puedes convertirte en un gran animador para otras personas que están luchando en la vida diaria. Conozco a una persona que por años le dijeron que era muy escandalosa. En el presente, dirige una comunidad de actores y su escándalo es motivo de alegría para muchos. Nuestras heridas no tienen por qué ser una fuente continua de dolor para nosotros, ni tienen que impedirnos que compartamos los dones que estamos invitados a dar a los demás. Pide la ayuda necesaria, y por supuesto, pídele a Dios que te ayude. Deja liberar tu energía y haz de eso mismo tu regalo para el mundo.