En nuestra cultura el tener un espacio de silencio dedicado a la reflexión está ya en vías de extinción. Para muchas familias cada momento de su vida está lleno de ruido y actividad, y el “silencio” se percibe como algo vacío y sin sentido, y no como algo pleno y enriquecedor.
“La importancia de los momentos de silencio es algo que nuestra cultura no respeta”, dice la autora Polly Berrien Berends. En su criterio, nuestra cultura resalta demasiado la competencia y la interacción social, lo cual lleva a los niños a vivir con una agenda sobrecargada. “Les enseñamos a nuestros hijos a que le tengan miedo al silencio y a la soledad”, dice Berends. Asimismo, distraemos su atención y les impedimos que presten atención a la voz de Dios.
Berends añade que “al niño que se le respeta su silencio y espacio privado se le beneficia de muchas maneras. Tiene la oportunidad de desarrollar su propia individualidad y sentido de sí mismo, de seguir su espíritu creativo, de saber que está en buena compañía (si es buena para él, lo será también para los demás), de desarrollar su imaginación, y de descubrir los recursos con los que cuenta para la sanación e inspiración. Este mismo momento de silencio constituye un muy buen espacio para la oración”.
Pueden enseñar a sus hijos a que aprendan a orar enseñándoles las oraciones tradicionales, preparándoles, concediéndoles la oportunidad de que los vean orar, y también, favoreciendo sus momentos de silencio. El silencio es un talento adquirido, especialmente si hemos estado sumergidos en un mar de ruido y actividad. Una vez adquirido el hábito del silencio, éste alimentará a su hijo durante toda la vida.