Una amiga mía sufrió horriblemente a causa del abuso que padeció cuando era pequeña. En sus años veinte se convirtió en drogadicta. La mayor parte de sus años treinta se la pasó postrada en cama debido a una enfermedad. Creía que la vida no era más que sufrimiento y castigo, que Dios era un monstruo sádico, que no había agonía más grande que la suya.
No obstante, el amor y la gracia de Dios la guiaron a otra perspectiva. Se unió al programa 12 Pasos y duró más de una década en
Ahora, en sus cuarenta, dice que está “muy bien”. Dios, la vida y otra gente, también están muy bien. Ha aprendido a reconocer y a recibir la compasión divina, a verse a sí misma y a los demás sin esa actitud que juzga, a ver la vida con más gratitud y menos miedo. Una casa pequeña, un trabajo, dos mascotas, pocos amigos y una vida de oración intensa constituyen la forma en que cuida de sí misma.
Así es como funciona la virtud de la prudencia. La voz de Dios guía nuestro corazón gentil, suave y cuidadosamente. Sin importar la oscuridad de la noche o lo terrible del camino, nos damos cuenta de que nunca estamos solos. Las reacciones extremosas se desvanecen; la sabiduría siempre crece; el discernimiento se hace más refinado aun. Toma muchísimo tiempo y el aprendizaje nunca termina. Nos damos cuenta de que somos lo suficientemente grandes para que nuestras acciones y elecciones marquen una diferencia, y lo suficientemente pequeños para dejarnos guiar por la mano de Dios.
Por Mary Vineyard, escritora independiente que vive en Maine.