Vivo con mi hija mayor y mi nieto de un año. Al ver a crecer a mi hija como madre, recuerdo cuando andaba rondando mis veinte años, precisamente cuando nacieron ella y su hermano. Me recuerdo descubriendo en mí toda la voluntad y la fuerza necesaria que se requiere para ser una buena madre, para continuar dando día y noche, para no desfallecer, para sacrificarse, y para enfrentar los miedos que surgen en esa experiencia de amor abundante.
Un padre o madre de familia necesita fortaleza, pero la fortaleza también se construye en la práctica continua, en un amor atento y dedicado. Para tranquilizar a un pequeño hiperactivo, mantener seguro a un pequeño bebé, estar al pie de la cama cuidando a un niño enfermo, para aprender a confiar cada vez más en el hijo o hija que crece y se integra al mundo a la vez que le ofrecemos consejo y protección, requiere más fortaleza de la que creemos tener. Sin embargo, cada vez que realizamos estas tareas de amor, nuestra fortaleza crece cada vez más y hace que seamos un poco más fuertes y que amemos un poco más.
Con el paso de los años las heridas son más dolorosas y los peligros aumentan. Pero la fortaleza hace algo más que fortalecernos y envalentonarnos ante los dolores y luchas de la vida. También nos da la cualidad de vivir y amar de todo corazón. Edifica nuestra persona en la sabiduría y en la capacidad de confiar al cuidado de Dios nuestra vida y los hijos que tanto amamos. Es muy probable que lleguen los desacuerdos y las tragedias, pero la virtud de la fortaleza puede darnos la capacidad de enfrentar cada momento con la gratitud y la absoluta confianza de que no hay nada más grande que la bondad divina.
Por Mary Vineyard, escritora que radica en Maine.