La mejor lección que he tenido en torno a la compasión me la dio mi mamá cuando tenía aproximadamente diez años de edad. La tienda de abarrotes que era de mis padres se cerraba a las 10:00 p.m. Ahí, frente a la tienda, habíamos tenido una persona por algunas semanas que, abatida por el alcohol, llegaba a durar hasta dos meses sobre la acera de la calle. Me molestaba su presencia, su adicción al alcohol y sus olores. Una noche de verano, vimos claramente que una fuerte tormenta arreciaba sobre el pueblo, el viento era frío y el aire era cada vez más intenso. Me alegró enormemente esta posible tormenta, porque Trino Chimisturrias aprendería una buena lección y con suerte, dejaría su adicción al alcohol. Me alegré enormemente, mientras cerraba la cortina de la tienda y nos disponíamos a descansar.
Fue entonces que mi mamá me dijo: “¡Por cierto, hay que pasar a Chimisturrias a la casa, si se queda ahí, esa lluvia lo va a matar!”. Me tuve que aguantar y juntos, mi mamá y yo pasamos a Trino a la casa para que pasara ahí la tormenta. Pensé que Trino se iría al siguiente día, pero se quedó en casa tres meses. Después, le pregunte a mi mamá por qué razón lo había admitido en casa, había cuidado de él y le había dado de comer durante tanto tiempo. Con la sencillez que la caracteriza, me respondió: “Para que cuando estén lejos de casa y tengan hambre, haya quién les dé un plato de frijoles". Como emigrante, he podido ver una y otra vez en mi propia vida que el deseo de mi madre se ha cumplido en abundancia.