De vez en cuando me gusta echar un vistazo a la sección de Bienes Raíces que viene en la edición dominical del periódico. Siempre me quedo impresionado por el increíble lujo que tienen estas casas. Los accesorios y comodidades con las que se están construyendo –algunas de ellas en mi propio vecindario– harían que cualquier rey medieval sintiera envidia.
Sin embargo, sé que ninguna casa es perfecta porque los dueños están muy lejos de la perfección. No podemos creer que una casa perfecta nos alcanzará una vida perfecta. La Biblia nos ofrece una versión de la casa perfecta. El Salmo 27 capta muy bien la plegaria tan profunda que hace el rey David: “Una cosa pido al Señor; esto es lo único que busco: vivir en la casa del Señor todos los días de mi vida”. Vivir en la casa del Señor, ¿cómo sería eso?
Para la gente que vivía en tiempos del rey David, vivir en la casa de alguien significaba adoptar como propias las metas del dueño de la casa, sus intereses, sus valores y su manera de ser. Más importante aun que el hecho de moverse físicamente en la vivienda, era cambiar la mentalidad y el corazón a fin de sintonizarlos con quien era “la cabeza” familiar. Lo que David, el joven pastor que creció para vivir en un palacio, realmente anhelaba era pensar como Dios y vivir en el corazón de Dios todos los días de su vida.
Para nosotros, la imagen del hogar es profundamente simbólica y lleva en sí misma su propio peso. El gran sueño americano es que usted pueda tener su propia casa. Ese es el signo visible de que una persona es autosuficiente. Es el símbolo de que ha logrado el sueño. La idea de vivir en casa ajena parece ir en contra de lo que la mayoría de los estadounidenses identifican como éxito personal.
Una de las grandes revelaciones de Jesús es que en la casa del Señor no somos huéspedes, somos herederos. Al llegar a la casa del Señor ya no necesitamos seguir buscando. Ahí está nuestro lugar. Es nuestra casa y pertenecemos a ella. Finalmente estamos en casa. Por lo tanto, indistintamente del lugar en el que colguemos nuestro sombrero, estamos invitados a vivir en la casa del Señor. Pero, ¿qué se necesita para vivir en la casa del Señor? Básicamente se requiere una conversión del corazón.
Si somos propensos a la autosuficiencia, debemos aprender a confiar radicalmente en Dios. Si nuestro concepto de familia se refiere sólo a la familia nuclear, necesitamos ampliar nuestro horizonte, cada persona es nuestro hermano o hermana. En la casa del Señor reina la justicia. El sistema funciona para todos, particularmente para los desvalidos. La Biblia nos llama a cuidar de “las viudas, los huérfanos y los extranjeros”, y esto en nuestros tiempos significa ocuparnos de las personas desamparadas que no tienen hogar, del trabajador que no cuenta con seguro médico o del inmigrante indocumentado. En nuestro propio hogar significa cuidar de un niño al que le cuesta mucho aprender o la aceptación del hijo o hija que tiene una personalidad muy peculiar.
A fin de cuentas, la única razón por la que podemos esperar habitar en la casa de Dios es porque Dios ha escogido habitar en nuestra casa. Vivir en la casa del Señor es tan fácil como decir gracias a la invitación generosa de Dios. La buena nueva es que no solamente han aprobado el préstamo, sino que ¡Jesucristo ya ha pagado la hipoteca!