Tengo unos recuerdos muy vivos de la época en que cursaba la primaria. Estaba en la cocina de la casa de mi amigo Gabriel, esperando que terminara sus tareas para irnos a jugar. Gabriel era el mayor de nueve hijos y me gustaba mucho ir a su casa porque ahí siempre había mucha vida. Mientras esperaba, su mamá, de pie junto a la mesa, preparaba ocho sándwiches, colocando 16 rebanadas de pan, todas en hilera, a fin de preparar seis sándwiches para los niños que iban a la escuela y dos para el papá que se iba a trabajar. Finalmente, con mucha habilidad, unía las dos rebanadas y las envolvía muy bien con un papel encerado. Colocaba cada sándwich en una bolsa que contenía dos galletas y una manzana.
Años después, mientras estaba preparando el almuerzo que mi hija se llevaría a la escuela, recordé a la mamá de Gabriel y me pregunté cuántos sándwiches había hecho en toda su vida. Pensé en toda la vida que dio por medio de estas acciones sencillas y rutinarias. Aquellas acciones están en mi mente como si fueran una oración de generosidad y donación de sí. Diariamente, mientras los niños agarraban su bolsa del almuerzo, se llevaban consigo una parte del amor que su madre les profesaba, un amor que los nutrió y fortaleció para enfrentar los retos que cada día les presentaba.
Cada momento de nuestra vida puede ser una oración. Sólo necesitamos darnos cuenta, estar conscientes del amor que llevamos a ese momento y del gran amor de Dios que nos sostiene a cada instante.