Un amigo me contó de un sermón extraordinario que escuchó el Día de todos los Santos. En él, el sacerdote le recordó a la asamblea que todos somos seres eternos cuyas vidas descansan en el ser divino. Aquella idea vino a mi mente en cierta ocasión que regresaba de Roma. Había experimentado siglos de historia, desde la contemplación de los pequeños adornos de los magníficos edificios de Roma, las pinturas y esculturas de los maestros renacentistas hasta la imponente presencia del Papa en la plaza de San Pedro. Repentinamente, mientras estoy en la ciudad eterna, parece que todas las preocupaciones de nuestro tiempo están en otra página de la historia –que de ninguna manera me parece insignificante, simplemente que me descubro como parte activa de una historia en la que todos desempeñamos un papel muy importante.
En la misma esencia de la cristiandad radican muchos llamados que hay que recordar. Es por eso que los católicos damos gran importancia a la Escritura y la Tradición. Durante muchas generaciones nos hemos reunido para recordar y pedir perdón por nuestros pecados, para escuchar la Palabra de Dios y para compartir el pan en memoria de Jesús. Asimismo, hemos intentado ocultar algunos de los capítulos más vergonzosos de nuestra historia, y también los hemos dado a conocer públicamente. Cada generación aprende algo de la otra, y todas las generaciones, vistas en sucesión, cuentan nuevamente la historia más importante que jamás se haya contado. Como dijo el sacerdote, somos parte de una historia eterna, y en cada momento estamos viviendo en el “había una vez”, y en el “vivieron felizmente” de nuestras vidas con Dios.