Mientras estaba en un retiro en Ghost Ranch, en lo alto del desierto de Nuevo México, permanecía en lo alto de una meseta y miraba cuidadosamente sobre las vastas extensiones de tierra desértica punteada con escasos matorrales y arbustos. La vaciedad del desierto era palpable. No obstante, a través de la mitad de un valle corría el angosto lecho de un riachuelo, y a todo lo largo de sus orillas había delgados listones de verde y dorado que se iluminaban con el sol fresco de la mañana. Una hilera de álamos agitaba sus doradas hojas al impulso del viento y franjas de encinos, pinos y matorrales todavía verdes, ofrecían un oasis para los animales.
Aquí estaba la vida. Aquí estaba la vitalidad. Las raíces de estas plantas se hundían profundamente para sostenerse y alimentarse. El desierto que rodeaba la exhuberancia que crecía a lo largo del lecho del río y creaba un contraste impresionante. Lo que vino a mi mente fueron todas las parroquias que había visitado y me di cuenta de que éstas eran fuentes de vida palpitante en medio de circunstancias desoladoras.
En los tiempos modernos la vida puede parece desarraigada y superficial, no obstante, las parroquias son lugares donde las comunidades se reúnen, se celebran los aconte-cimientos de la vida, se adora a Dios y se sirve a los demás. Las parroquias son los sitios donde podemos hundir nuestras raíces y descubrir nuestro verdadero ser. Son lugares donde pueden refrescarse nuestras almas. Las parroquias no son perfectas pero, son como el lecho de un riachuelo en el desierto, sostienen la vida y nutren nuestro espíritu, de manera que podamos honrar y glorificar a Dios, como los listones de verde y oro que brillan con el sol matinal.