Desde hace tiempo uso el escapulario: dos cuadros de lana café unidos por dos cuerdas que rodean mi cuello. A menudo, el cuadro de atrás resalta por encima de mi playera, de tal manera que todos pueden leer la inscripción que hay sobre él: “Quienquiera que muera usando este escapulario, no sufrirá el fuego eterno”, esta es la promesa de Nuestra Señora del Carmen. Es una reivindicación extraña y aun más, poco convencional: gracia salvífica, opuesta a la antigua amenaza del fuego del infierno, ¿garantizada por un artículo de lana del tamaño de un timbre postal? Esto parece anticuado. ¿No es mejor amar a Jesús?
No lo uso porque disfruto el hecho de ser retrógrada (a pesar de que lo soy), o porque me aterra el fuego del infierno (aun cuando pienso en él), o incluso porque soy muy devoto de la Santísima Virgen (debería serlo). Lo uso por invitación de un amigo. Recibí la invitación de unirme de una manera muy particular a la orden carmelita, orgullosa de tener en su comunidad a una de mis santas favoritas: Santa Teresita del Niño Jesús.
Llevo el escapulario no porque lo entienda totalmente, sino porque me recuerda el misterio. Me recuerda una impresionante Tradición católica, sus verdades y consuelos. Además, me recuerda que la fe, en su esencia, es extraña y poco convencional: el Cuerpo y la Sangre, lo divino en lo mundano, el Dios que murió para que tuviéramos vida.