En cada misa, el oficiante comienza la plegaria eucarística con esta invitación: “Levantemos el corazón”. A lo que respondemos: “Lo tenemos levantado hacia el Señor”. Pero ¿es así realmente?
La Cuaresma es una temporada en la que buscamos qué hay en nuestro corazón para ofrecérselo a Dios. Si tenemos preocupaciones, se las ofrecemos a Dios. Si hay gozo en nuestro corazón, se lo ofrecemos a Dios. Si hallamos en nuestro interior rincones ocultos en los que somos egoístas o malos con los demás, también elevamos nuestro arrepentimiento y nuestra voluntad de enmendarnos. Si hay gratitud, ofrecemos una oración de acción de gracias.
La Cuaresma no es un tiempo para intentar cambiar a los demás ni a las situaciones que nos afectan mediante la oración. Es un tiempo para que nosotros mismos cambiemos mediante la oración, enfilando nuestro corazón y nuestra mente hacia Jesús.
A menudo comenzamos nuestra oración como si tuviéramos que gritar para llamar la atención de Dios. De hecho, es Dios quien inicia cada conversación, y es él quien ha estado esperando. Jesús nos enseñó a orar: “Padre Nuestro. . .”. La relación es irrevocable. Dios es nuestro Padre y nosotros somos sus hijos. Él está siempre dispuesto a escuchar y responder.