Las recompensas de la Cuaresma son maravillosas. La Cuaresma nos lleva a la Buena Nueva de la Resurrección. Durante la Cuaresma retornamos a Dios. Liberados de nuestras distracciones, nos acercamos más a él. Cuando retornamos a Dios, retornamos al amor. Y cuando retornamos al amor, somos libres de caminar por el mundo como audaces discípulos de Cristo. Pero los rostros que vemos durante nuestro tiempo de Cuaresma son los de los pobres, hambrientos y desposeídos. En efecto, el camino hacia Dios está lleno de los muchos rostros de Cristo.
La práctica del ayuno nos ayuda a adquirir conciencia de nuestra dependencia de Dios. Este despertar se extiende entonces a la conciencia de nuestros hermanos y hermanas en todo el mundo que ayunan no porque quieren, sino obligados por las circunstancias. Cada vez que hacemos una donación para ayudar a un necesitado, cada vez que dedicamos tiempo a servir a los demás, cada vez que prestamos nuestros talentos o habilidades, damos limosna. La limosna no es una tarea más en nuestra lista de tareas pendientes. Es más bien una forma de liberarnos de los hábitos que nos impiden vivir en plenitud con Dios.
Contemple la idea de eliminar unas cuantas cosas de su actual agenda familiar para dedicar un poco más de tiempo a los necesitados. Comience poco a poco. Cuando se encuentre con gente necesitada, cuando lea acerca de las injusticias que sufren individuos en otros países, mírelos ante todo como seres humanos, como hijos e hijas, como hermanos y hermanas, y hasta como madres y padres. Imagine cómo las ve Dios. Escuche la voz de Dios que quizás lo invita a que ayude a esas personas necesitadas.